Entrevista realizada a José Farrujia por Nira Llarena, redactora de prensa y creativa.
A José Farrujia, antes de conocerlo en persona, ya lo conocía por redes sociales, como le pasa a mucha gente. Con su tono tranquilo y cercano se ha convertido en un referente de la “temática canaria”, ese cajón de sastre que para el común de los habitantes de Canarias nunca ha estado muy claro.
Con sus contenidos, nos acerca, de forma crítica, a cuestiones importantes sobre nuestro pasado, nuestra identidad y el valor de conocer y preservar nuestro patrimonio arqueológico. En los últimos años se percibe un resurgir de las acciones de divulgación en este sentido, con cómics, cortos, películas o novelas que interpretan ese pasado indígena en claves más próximas a los gustos de las generaciones nativas de Internet. Farrujia parece querer estar en las dos orillas de este mar, un tanto revuelto, basculando entre la inmediatez y superficialidad de las redes y la profundidad de la investigación académica. Ha publicado más de una veintena de libros, algunos con la clara vocación de acercar al gran público los resultados de sus investigaciones. En el último, “Cuando el cielo nos habló”, escrito junto a su amigo Miguel Martín, nos propone un viaje al pasado de un territorio cercano y bien conocido para los vecinos de La Laguna, el achimenceyato de Addar o de La Punta del Hidalgo.
En esta conversación, propuesta a raíz de su participación en el Campus Internacional Ciudad de La Laguna y de la recuperación para el mismo de la exposición “Escrito en Piedra”, repasamos algunos de los asuntos clave de la gestión patrimonial y de la cuestión indígena en Canarias. Antes de comenzar, me comenta que, actualmente, su rol en la Universidad de La Laguna es formar a los futuros maestros de las islas para que puedan enseñar la Historia de Canarias a su alumnado. Un profesor de profesores. Sin duda esa habilidad pedagógica le sale por los poros, escucharlo es un placer, inmensamente mejor que seguirlo en Instagram.
Desde la presentación de la exposición “Escrito en Piedra” en 2014 y tras más de diez años de investigaciones, colaboraciones y publicaciones, ¿cómo crees que ha cambiado la gestión del patrimonio arqueológico en Canarias?
Vivimos un momento algo contradictorio que se viene fraguando en los últimos años. Por un lado, hay más interés y conocimiento sobre arqueología; por otro, una mayor desprotección de los yacimientos. Esto se debe, en gran medida, a la irrupción de las redes sociales, no solo desde el punto de vista profesional, que también, sino, sobre todo, desde el punto de vista amateur. Esto ha provocado que la arqueología, especialmente las manifestaciones rupestres, se hayan vuelto muy visibles. Esa difusión ha acercado este patrimonio a la ciudadanía, pero también lo ha expuesto a riesgos, especialmente al no existir una conciencia real de su fragilidad.
Aunque desde la administración y la educación formal se hacen esfuerzos, aún hay vacíos en la formación patrimonial de la ciudadanía. Incluso la recuperación de esta exposición, “Escrito en Piedra”, nació del interés social: el catálogo original se agotó y mucha gente pedía una reedición. Además, cuando organizamos actividades como charlas o proyecciones, la respuesta suele ser masiva. En eso, las redes han sido clave: informan, conectan y permiten participar incluso a distancia.
Ahora bien, también debemos ser conscientes de las limitaciones institucionales. Por ejemplo, en Tenerife hay una única unidad insular de patrimonio y cientos de yacimientos, lo que hace inviable una supervisión efectiva. A esto se suma que cerca del 90 % del patrimonio rupestre está al aire libre, lo que lo hace vulnerable no solo al expolio, sino también a factores naturales como la lluvia o la erosión.
Todo esto hace que estemos ante un patrimonio muy frágil, luchamos contra el paso del tiempo. Por eso, la documentación, la educación y la concienciación ciudadana son fundamentales.
El patrimonio arqueológico y el natural
en Canarias no se pueden disociar. Van de la mano
Mencionabas antes el tema de los recursos. En relación con lo que comentábamos sobre los cambios en la última década, ¿cómo ves la evolución del papel de las instituciones en su compromiso con la conservación del patrimonio arqueológico?
En la última legislatura ha habido un recorte en el presupuesto destinado a la gestión patrimonial, con las consecuencias que de ello se derivan. Y luego hay otra cuestión importante: desde 2019, con la nueva Ley de Patrimonio Cultural de Canarias, los ayuntamientos han asumido más competencias en esta materia, lo que ha cambiado bastante el panorama.
El problema es que muchos de esos ayuntamientos no cuentan con unidades técnicas ni con personal especializado. En muchos casos, el concejal responsable del patrimonio también gestiona otras áreas como cultura, servicios sociales o seguridad, lo que diluye la atención y el esfuerzo que se le puede dedicar.
Es una ley relativamente reciente, y todavía estamos viendo cómo se implementa. Pero de momento, la realidad es que no todos los ayuntamientos están preparados para asumir esta responsabilidad, ya sea por falta de infraestructura o de recursos.
En el contexto actual, ¿cómo entiendes la relación entre el patrimonio arqueológico y el patrimonio natural? ¿Crees que es posible pensar el patrimonio arqueológico de las islas al margen del entorno natural en el que se encuentra?
No, el patrimonio arqueológico y el natural en Canarias no se pueden disociar. Van de la mano. Un buen ejemplo es el caso de la montaña de Tindaya: su protección total no se logró solo por decisiones institucionales, sino gracias al impulso de movimientos ecologistas que entendieron su valor tanto natural como cultural. Esto lo que refleja es que en Canarias, ya desde la década de los 80, hay una conciencia de lo patrimonial que une la naturaleza con la cultura.
Esta vinculación es evidente en el mundo indígena canario. Para estas comunidades, no solo importaba el grabado en sí, sino dónde se hacía. El lugar tenía un valor simbólico, espiritual, muchas veces relacionado con el paisaje o el cielo. En nuestras investigaciones, hemos visto afloramientos ideales para grabar que no tienen ningún petroglifo, simplemente porque el entorno carecía de ese significado simbólico.
Por eso, si queremos entender el patrimonio rupestre, debemos comprender también el territorio que le dio sentido. Separarlos es descontextualizarlo y vaciarlo de significado. De hecho, en casos como el de “Cuna del Alma” se llegó a plantear trasladar un yacimiento a un museo, lo cual sería desnaturalizarlo por completo. Es como si sacáramos los podomorfos de Tindaya y los exhibiéramos en un museo. No tiene sentido porque lo que le da el significado es el contexto de la montaña y los fenómenos que se dan en relación con el cielo para poder entender lo que ahí pasaba.
La exposición cautiva en gran parte por su valor estético, especialmente gracias a las impresionantes fotografías de Tarek Odec, que sin duda contribuyen a divulgar y valorar estas manifestaciones entre la sociedad canaria. Sin embargo, me surge la pregunta: ¿qué implicaciones plantea considerar las manifestaciones rupestres indígenas bajo la categoría de “arte” desde una visión estética europea?
Cuando pensamos en este proyecto, yo, un poco antes, había publicado un libro centrado en una arqueología de los márgenes que reflexiona sobre la gestión colonial del patrimonio y como esa gestión genera una imagen determinada. En ese libro, ya por primera vez, empecé a introducir imágenes que se desmarcaban de la imagen prototípica de la Arqueología. Las fotos científicas no suelen conectar con la gente: se centran en detalles, llevan escalas o jalones, y rara vez trascienden más allá del ámbito académico. Por eso optamos por una aproximación más estética, que ayudara a divulgar y a poner en valor estas manifestaciones de forma más cercana.
Ahora bien, eso no significa que debamos considerar estas expresiones como “arte”. De hecho, en la propia publicación de “Escrito en piedra” soy muy crítico con el uso del término “arte rupestre”. Utilizar ese concepto implica proyectar una categoría cultural que no necesariamente tiene que ver con la intención original de quienes crearon esos grabados. Para los pueblos indígenas canarios, lo importante no era tanto lo estético, sino el valor simbólico y funcional de lo que hacían y, sobre todo, como mencioné antes, dónde lo hacían.
También, sabemos, por estudios en otras culturas como las del norte de África, que lo que se representa no siempre coincide con su interpretación simbólica. Imagínate entonces lo complicado que es interpretar formas abstractas como espirales o dameros. Además, no todas las manifestaciones rupestres tienen la misma función. Algunas marcan límites territoriales, otras sacralizan lugares importantes para la vida comunitaria, como puntos de agua, o están vinculadas a fenómenos astronómicos, como los solsticios. Pretender englobarlo todo bajo el término “arte” es simplificar en exceso una realidad cultural muy compleja. Por eso preferimos hablar de “manifestaciones rupestres”, un término más abierto, que no impone una lectura desde fuera, sino que deja espacio para intentar comprenderlas desde su contexto original, desde su propia lógica cultural.
En los últimos años, el pensamiento decolonial ha ido ganando espacio tanto en la academia como en el debate público. El caso de La Laguna es especialmente interesante, al ser una ciudad marcada por la herencia hispánica, pero también por una fuerte presencia indígena, como han estudiado usted y Miguel Martín en el libro “Cuando el cielo nos habló”. Teniendo esto en cuenta, ¿cree que la mirada colonial ha influido en qué yacimientos arqueológicos se valoran o protegen más en Canarias, y especialmente en La Laguna?
La Laguna es un caso muy ilustrativo de cómo la herencia colonial ha influido en la selección y valoración del patrimonio arqueológico, y en general, en los modelos de gestión patrimonial. Cuando se declara Patrimonio Mundial por la UNESCO en 1999, lo que se valora son criterios vinculados a lo arquitectónico, lo monumental y lo urbano, es decir, lo que responde a una visión colonial del patrimonio. Esto no es exclusivo de La Laguna ni de Canarias. Es un modelo de gestión global que la propia UNESCO ha llegado a cuestionar, al comprobar que buena parte de los bienes inscritos en su lista responden a un mismo patrón: cascos históricos de época colonial, que terminan generando una especie de homogeneización planetaria del patrimonio cultural que se conserva, visita y difunde.
Frente a esto, investigaciones como la que recoge el libro “Cuando el cielo nos habló”, centradas en territorios como el de Addar (en Punta del Hidalgo), proponen una visión alternativa. Este territorio forma parte del mismo municipio de La Laguna, pero su patrimonio es completamente distinto: no es arquitectónico ni monumental, y por eso ha quedado históricamente fuera del foco. De hecho, no se han realizado excavaciones arqueológicas allí, lo que pone de relieve el vacío de conocimiento que existe, a pesar de tratarse de un territorio relativamente pequeño (unos 19 km²) pero con una densidad de yacimientos arqueológicos comparable a otros menceyatos como el de Güímar, que tiene más de 200 km².
Una de las razones por las que ha llegado hasta nosotros en buen estado es que forma parte del espacio natural protegido de Anaga, lo que también subraya la estrecha relación entre patrimonio arqueológico y entorno natural. La investigación busca no solo contribuir a enriquecer el catálogo de bienes culturales del municipio más allá de la etapa colonial, sino también a evidenciar que existen otras realidades patrimoniales que deben ser reconocidas, gestionadas y compartidas con la sociedad.
Esta descentralización implica ampliar la mirada hacia barrios y zonas del municipio que no forman parte del casco histórico pero que contienen elementos patrimoniales de gran valor. En el caso concreto del territorio de Addar, se documentan yacimientos clave ubicados en zonas muy frecuentadas por población local y turistas, como la costa que va hacia San Juanito. Lugares que, sin investigación ni divulgación, pasan desapercibidos, a pesar de su importancia para comprender la historia indígena de Canarias.
La fragmentación actual, esa especie de “balcanización” del patrimonio,
ha debilitado nuestra proyección cultural.
Cada isla ha ido por su cuenta, y eso nos ha impedido
construir una narrativa común.
Volviendo un poco a tu visión sobre la gestión patrimonial y del territorio. En ese sentido, ¿cómo crees que podríamos avanzar en Canarias hacia una gestión patrimonial más crítica, inclusiva y diversa?
Por lo pronto, yo creo que hay una cuestión fundamental: debería recuperarse una gestión que abordara las problemáticas desde una visión regional, y no tanto insular. Creo que la fragmentación actual, lo que suelo llamar una especie de “balcanización” del patrimonio, ha debilitado nuestra proyección cultural e identitaria, tanto hacia el exterior como hacia nosotros mismos. Cada isla ha desarrollado sus propias políticas patrimoniales desde los cabildos, lo que ha impedido una mirada más integral que nos permita entender las similitudes y diferencias entre islas, y construir una narrativa común.
Luego, si hablamos desde una perspectiva decolonial, aunque ya se ha iniciado una política de descolonización de los museos a nivel estatal creo que llega muy tarde a España. Lo cierto es que la descolonización de los museos fue impulsada por las comunidades indígenas maoríes o incluso las norteamericanas ya desde la década de los 70. Y, sin duda alguna, el que este debate haya llegado a España es una consecuencia directa de esos movimientos indígenas que se empezaron a desarrollar en otros contextos del planeta y que terminaron siendo respaldados por organismos gubernamentalmente.
Aquí, sin embargo, seguimos exponiendo restos humanos aborígenes en los museos, sin haber generado un debate ético serio ni contar con la participación de la sociedad. No olvidemos que los museos son espacios de proyección de cuestiones relacionadas con nuestra identidad, con nuestra cultura y, por tanto, la sociedad tiene que ser copartícipe.
Volviendo al libro que escribiste sobre La Laguna (“Cuando el cielo nos habló”) ¿cuál de los topónimos guanches que se recuperan en el libro es tu preferido?
Sin duda, el que era el antiguo nombre de lo que hoy conocemos como el Roque de Los Dos Hermanos: Aramuygo. Es mi favorito porque, si uno entiende qué representa Aramuygo, empieza a comprender buena parte de la cosmovisión indígena de este territorio, el de Addar. Los guanches no nombraban los lugares al azar: cada nombre describía una cualidad concreta del territorio. Por ejemplo, Anaga significa “las tierras altas”, por su carácter montañoso. En este caso, Aramuygo hace referencia a una montaña “con dos caras”, algo que se corresponde perfectamente con la forma bicéfala del roque, que tiene dos cimas y una disposición transversal a la costa, con una cara oriental y otra occidental.
Y eso es clave, porque es desde una de esas caras desde donde se observaban fenómenos solares muy importantes para ellos, como los solsticios de invierno y verano. Desde ciertos yacimientos costeros, los guanches alineaban sus observaciones con esa cara concreta de Aramuygo, que actuaba como marcador natural.
Cuando uno entiende todo esto —el significado del nombre, su ubicación, su relación con los yacimientos cercanos— te das cuenta de lo valiosa que es la toponimia. Es como un libro abierto: si sabes leerlo, te permite reconstruir cómo entendían y habitaban el territorio.
Has mencionado, y también destacas en tu libro, la conexión entre los yacimientos arqueológicos y las creencias guanches. ¿Podrías contarnos cuál es la manifestación ritual que más te ha llamado la atención o que hayas logrado comprender mejor?
Hay una cuestión evidente aquí y es que los rituales guanches están profundamente vinculados al territorio, aunque, lamentablemente, solo nos ha llegado su huella material. La parte más simbólica o ceremonial –como cantos, ofrendas o quién participaba en los rituales– se perdió con la colonización y el cambio de creencias. Lo que sí podemos estudiar son los yacimientos arqueológicos, como las cazoletas y canales, que aparecen en lugares estratégicos, alineados con fenómenos astronómicos como los solsticios.
Un ejemplo claro es el Roque de Aramuygo que te comentaba. Desde ciertos puntos específicos se puede ver cómo el sol asoma por ese roque justo en el solsticio de invierno. Ese tipo de observaciones nos hace pensar que los guanches marcaban estos lugares como Axis Mundi, puntos donde lo sagrado se manifestaba, donde el cielo tocaba simbólicamente la tierra. Y eso no solo pasa en un lugar: lo vemos en distintas islas, como parte de una cosmovisión común.
Aunque no sepamos con certeza qué decían o hacían exactamente en esos rituales, sí sabemos que el movimiento de los astros marcaba su calendario y su organización del tiempo. Para una sociedad ganadera y agrícola, eso era esencial. Incluso muchos de los caminos sagrados que usaban, como el que va hacia Chinamada, fueron reutilizados hasta hoy como senderos, y aún conservan ese carácter simbólico. De hecho, los nombres de algunos lugares, como “La Escaleruela”, tienen raíces en ese pasado ritual. Por eso creo que conocer el territorio y sus topónimos es clave para entender esa forma de ver y vivir el mundo. Todo está conectado.
Utilizar el concepto “arte rupestre” implica
proyectar una categoría cultural que no
necesariamente tiene que ver con la
intención original de quienes crearon esos grabados
Se me acaba de ocurrir ahora una pregunta graciosa que puede servir para cerrar esta entrevista. Si trajéramos aquí la máquina del tiempo de Julio Verne y pudieras utilizarla: ¿irías al futuro o al pasado? Y ¿en qué momento y lugar te bajarías?
Sin ningún género de dudas, viajaría al pasado. Me iría directo al territorio de Adaar; es una zona a la que estoy muy vinculado, no solo por la investigación, sino también a nivel afectivo y familiar porque comparto residencia entre La Laguna y Bajamar desde hace muchísimos años. Me encantaría pasar una semana, no pido más, viendo cómo era el día a día en ese espacio, cómo se relacionaban con el entorno, qué hacían realmente y por qué.
Creo que nos llevaríamos muchas sorpresas. Hay cosas que hoy interpretamos desde la arqueología, la toponimia o los documentos históricos, pero siempre nos queda la duda de si estamos acertando del todo. Y justo en Adaar hemos tenido la suerte de contar con una confluencia poco común: restos arqueológicos, nombres antiguos que describen el territorio, y fuentes documentales que nos permiten conectar todo eso. Ha sido un privilegio trabajar en un lugar donde tantas piezas del puzzle encajan tan bien. Así que sí, sin pensarlo: al pasado, y a Adaar.
Tal vez, lo más parecido a montarnos en una máquina del tiempo que podemos conseguir por ahora es escuchar a gente tan sabia y lúcida como él. Si no se quieren perder este viaje al pasado, José Farrujia profundizará en todas estas cuestiones con una conferencia dentro del eje Razón de ser del patrimonio en el siglo XXI del Campus Internacional de La Laguna. Será el día 4 de julio en el Espacio Cultural CajaCanarias de La Laguna.